Hace unos años, muy cerca de una charca en la que habitaban varios sapos se averió el carruaje de una preciosa princesa.
La princesa, que se estaba haciendo pis, bajó del carruaje para hacer sus necesidades tras un arbusto, mientras su cochero reparaba la rueda averiada.
El farol de la carroza principesca iluminaba de forma ténue el charco de nuestros pequeños sapitos, que saltaban y jugaban y comían los mosquitos que esa frágil luz conducía de forma irremediable hacia sus asquerosas y pegajosas lenguas.
La princesa, agachada y aliviada, quedó embobada contemplando el espectáculo sapero, hasta tal punto que se encariñó de uno de los sapos.
Se dirigió hacia el sapo y sin dudarlo lo atrapó con sus dulces y encremadas manitas porcelánicas, el sapo apenas ofreció resistencia debido a lo que es, un triste sapo y al atracón de mosquitos que unos segundos antes se había dado.
La bella princesa, conmovida por la apestosa patosidad del sapo lo acarició y para sorpresa del sapo lo besó.
Tras esto, el cielo y la tierra se conmovieron y del apestoso sapo salió un apuesto príncipe. ¡Coño!, exclamó la princesa, ¡coño!, exclamó el cochero de la princesa.
¡Qué tío más bueno!, exclamaron ambos al unísono, lo que da idea de la opción sexual del cochero de la princesa.
Como en los cuentos y debido a que era princesa, se casaron y vivieron felices y comieron muchas cosas y le hicieron retratos y le hicieron una copia en cera. Pero un buen día, el padre de la princesa se enteró de lo que el príncipe hacía a sus espaldas y la dijo: No seas malo, que no me entere yo que es verdad lo que dicen de ti. No, dijo el príncipe, mi rey, su majestad, jamás le haría esto ni a su ilustrísima ni a su ilustrísima hija, todo es mentira.
Los príncipes, para callar las habladurías del pueblo decidieron hacer un largo viaje y dejar que el tiempo borrara lo que de verdad hubiese en lo que el pueblo decía.
Pero en un mundo globalizado, lejano de aquella charca en la que nuestro sapo era feliz, ni un océano era distancia suficiente y las noticias fueron llegando desde el castillo del rey.
Nuestro príncipe estaba triste, la princesa estaba triste, el rey estaba triste, el cochero estaba triste y los sapos de la charca eran felices.
Todo se complicaba para nuestra pareja al otro lado del océano, mientras que a este lado el rey ya no sabía qué hacer ni con la figura de cera de su famoso yerno, aunque más famoso que lo que debiera. Así, mandó apartar la figura de cera de su lado en el museo de las figuras de cera de este lado del océano; pero no sabía dónde ponerla, la cambió de uno a otro sitio sin saber dónde ubicarla; así que al final le dijo al cochero de la princesa que se deshiciese de ella, que hiciera lo que quisiera con ella; pero que la quitase de su vista, que no quería volver a verla. El cochero la cogió y la llevó en su carruaje a las afueras de la ciudad, hasta llegar al lugar en que la princesa hizo pís, junto al charco de los sapos felices, y justo allí la arrojó protegido por la oscuridad de la noche. La cabeza de la figura cayó justo en el charco en que los sapos jugaban a comer mosquitos y al día siguiente, con la luz del sol la escultura de cera se derritió en el charco, formando una película de cera que hacía imposible vivir allí a sus amigos de sapo, les jodió hasta estando al otro lado del océano y se quedó sin su otro yo de cera.
Desde el otro lado del océano mirando el océano se acordaba de cuando fue sapo y jugaba a comer mosquitos en el apestoso charco.
Juan Carlos Vázquez
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