Palcos Circo Raluy |
Una tarde de circo, de circo de los de antes, con
presentadores como en los cuentos, en los cuentos de circo, con grandes trencas
azules abotonadas a ambos lados y unidos los botones con cordones trenzados,
largos y puntiagudos bigotes. Payasos con la cara embadurnada de blanco, las
orejas rojas y una línea que demarca la apertura de los labios y que se
extiende hasta las mejillas dándole cierto aire melancólico, trapecistas,
contorsionistas y malabaristas. Todos ellos son personas de carne y hueso, nada
que ver con esos personajes de los montajes holibutienses y macrofaraónicos de
otros circos más sonados y publicitados y que todos conocemos.
Este pequeño, pero gran circo, con un montaje sencillo y
cercano a su público de las gradas y de los palcos, consiguen el mismo efecto
que los macrocircos y sus macromontajes, transportarnos al mundo de la ilusión,
de la fantasía, de las acrobacias imposibles.
Una luz redonda ilumina el centro de la redonda y pequeña
pista de parquet desmontable, donde los artistas sorprenden y deleitan a los
asistentes, a escasos metros de distancia. Casi se puede sentir la tensión del
artista, oler su concentración, respiración, su ritmo cardiaco acelerado.
Horas y horas de ensayo para que la función salga perfecta,
para que nada falle, para que la función comience, se desarrolle y finalice sin
el más mínimo error, errores en los que se pone en juego, además de la
integridad física del actuante, la dignidad y el buen nombre del circo.
Los aplausos son continuos, al igual que los gritos de
sorpresa y asombro. Aún no se han apagado unos cuando empiezan a irrumpir los
nuevos, el público está totalmente entregado, sin diferenciar edades ni razas,
ni religiones, ni ninguna otra razón o ideología de las que normalmente nos
dividen.
Todos los trabajadores, artistas, colaboran en las tareas de
la función, como una gran familia, todos cooperan, el trapecista con el payaso,
la contorsionista con el trapecista, el presentador con la contorsionista,
todos con todos y para todos.
Bellas jóvenes con cuerpos esculpidos por el sacrificio y el
esfuerzo en pro de lograr sus únicos e irrepetibles números circenses. Una
bella joven india, de la india de aquí al lado, de cerca de Zaragoza; pero
india, al fin y al cabo, hace las delicias de niños y mayores con sus
equilibrios y habilidades sobrehumanas con los pies, haciendo girar de forma
imposible diversos artilugios, uno de ellos con fuego.
Otra bella joven de cuerpo perfecto, moldeado por el
esfuerzo, realiza posturas imposibles en una simple barra vertical, con
movimientos acompañados por el ritmo de
una música suave y elegante. Es como si bailase al ritmo del sonido sobre el
aire, como si retase a la gravedad con sutiles movimientos de su cuerpo. La
barra que le sirve de apoyo deja de existir , solo se aprecia a la bella joven
bailando y doblándose sobre sí misma en el aire.
El trapecista, como los trapecistas de siempre, araña gritos entrecortados en el público al
hacernos creer que se desprende de su único sustento en el aire. En última
instancia, logra agarrarse al trapecio, con los pies, y los gritos se tornan en
aplausos, al tiempo que el público vuelve a retomar su ritmo respiratorio
normal.
El tierno y triste payaso de la cara blanca y orejas
coloradas, nos arranca una sonrisa entre tierna y melancólica, de las que salen
de dentro, de la que nos da vergüenza exteriorizar; pero en este caso no
podemos reprimir. Esas sonrisas que salen de la ventana de donde salen las
sonrisas del alma, ventana que se abre pocas veces, quizás por vergüenza o más
bien por nuestra estupidez.
Este espectáculo es lo mejor que he podido ver en mucho
tiempo, los actores son personas como nosotros, no hay divos estúpidos, son
humildes y su ilusión es la nuestra, que no es otra que ser transportados a un
mundo fuera de este, a un mundo de fantasía imposible. Nos han demostrado que
la ilusión se puede tocar, se puede alcanzar.
Al entrar al circo, los artistas nos han hecho sentir en
nuestra casa, al igual que a la finalización del espectáculo, saliendo a
despedirnos con su cansancio y sus albornoces, lo que nos hace sentir parte de
ellos, de su mundo. Artistas y público, actuación y aplausos son elementos
complementarios, se necesitan entre sí, unos no son nada sin los otros.
El circo de los niños ha hecho las delicias de niños y mayores,
en un mundo cubierto por una lona y con suelo redondo de parquet, de gritos de
sorpresa y asombro, de aplausos y sudor, de palomitas y nubes de azúcar.
Nos aleja de la vida real, de nuestra indefensión sobre los
que nos gobiernan, de todo aquello que nos convierte en marionetas de los
poderes políticos y fácticos que se empeñan en amargarnos la vida a diario.
Si nuestros dirigentes se esforzasen y trabajasen la
cienmillonésima parte de lo que lo hacen estos artistas, quizás el mundo sería
diferente.
No deberíamos dejar de ser niños nunca, de creer en la fantasía y en las posibilidades que nos
ofrecen los cuentos. Quizás hay otro mundo en el que los payasos sean los
Rajois, Zapateros, Ratos, Obamas, Sarkozys y toda esa clase de personas, sin
ofender a las personas, que nos provocan de todo menos una sonrisa.
Un fuerte aplauso y gracis al Circo Raluy, os lo mereceis.
Juan Carlos Vázquez
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