En un país muy, muy lejano, como comienza el cuento de un
famoso ogro verde, vivían un sapo, una princesa y un fiscal. Ninguno de ellos
se conocía hasta que undía la princesa se fijó en el apuesto sapo, mojado y
cubierto por una especie de capa pegajosa que debió encender los deseos más
ocultos de la bella infanta, tanto que se agachó sobre él y lo besó. Tras esta
cariñosa acción de la joven princesa el sapo sufrió una fantástica
metamorfosis, como en los cuentos, se transformó en un apuesto yerno, alto y
delgado yerno de su majestad el rey del país muy, muy lejano. Este yerno fue
tal tras casarse con aquella que al besarlo le dio su apariencia humana actual.
Se besaron y se amaron y el pueblo los aclamaba y se amaban,…y tanto se amaron
entre fluidos viscosos que tuvieron varios hijos, tantos como si hubiesen sido
ovíparos o mamíferos del OPUS, o conejos. Fueron felices y comieron perdices y
quisieron más perdices, y más perdices, aunque no se las pudieran comer todas;
pero querían más. Esta pareja de ilusión empezó a engordar y su glotonería se
transformo en avaricia y egoismo. El padre de la princesita llegó a llamarle la
atención a su yerno del alma y le dijo que no podía seguir engordando, ni el ni
su familia, que explotarían todos y al explotar podían llenar de mierda al
propio rey y a la propia reina, y a todos los demás principes y princesas y
principitos y principesitas, que sumando a todos no se crean, que son unos
pocos para que la explosión los afecte a todos. Así, ante el inminente peligro
de explosión y lo que ello acarrearía en cuanto a los olores en el Palacio
Real, el Rey, con voz firmele dijo a la joven y gorda pareja que se fuesen al
otro lado del Océano, a otro país en el que ella sería ella y el sería el y sus
hijos serían sus hijos; y que allí adelgazarían y se curarían. Pero aquí
aparece el fiscal que no conocían y que ahora sí conocían y les dijo que se habían
comido lo suyo y lo de los demás y que eso en el país de muy, muy lejano era
delito. La princesa decía no puede ser, no me lo puedo creer, lo mismo que decía
el príncipe yerno, no me lo puedo creer, no puede ser. Pero el fiscal
implacable quería seguir preguntando, estaba dispuesto a preguntarle al mismísimo
Rey; pero esto no fue posible, el rey estaba triste y su habitación era
custodiada por dos gigantes con pistola, como si no valiese con lo de ser
gigantes. Además su jefe, el del fiscal le dijo: déjalo, está muy mayor y
bastante disgusto tiene. El fiscal armado con la razón no comprendía que no le
dejasen implicar al rey, el sabía de la glotonería de su pariente y no dijo
nada, debió castigarlo él mismo, con sus propias manos, que para eso es rey
¡coño!, ¡perdón, que es un cuento!.
Ante esta frustrante situación que hacía derrumbarse los
ideales del derecho que con tanto ahínco estudió nuestro querido fiscal, se
centró en la obesidad mórbida de nuestro príncipe, que poco a poco iba borrando
en él todo aspecto humano, transformándose poco a poco en un homosapo, el sudor
que impregnaba su cuerpo ante la presencia del fiscal le iba devolviendo su
asqueroso aspecto sapinoliento, pegajoso y viscoso. Su mujer no quería separarse
de él; pero lo decía con la boquita pequeña, con la de lo siento; pero es mejor
así. Si tú te conviertes en sapo yo regresaré a mi país muy, muy lejano, con mi
papá y mi mamá, y mi pueblo me querrá y querrá a mi papá y a mi mamá y a mi
hermano y a mi hermana y a mis hijos y a mis sobrinos y a mis tíos y a todo el
mundo, mi país será feliz. Y tú no te preocupes, lo miraba con su aspecto de
sapo totalmente conformado, te devolveré donde te encontré, entiéndelo, allí
serás feliz, podrás estar con los tuyos, en el fango. El sapo miraba a la
princesa de paisano con ojos de sapo, con piel de sapo y con cara de sapo y le
dijo algo en idioma de sapo que la princesa no comprendió. Sin besarlo se dio media
vuelta, cogió un taxi y se dirigió al aeropuerto para coger un avión al país de
muy, muy lejano.
Se cree que el sapo fue aplastado por un camión de la basura
unos años después, tras haber comido un montón de moscas. La princesa por su
parte, que no es mala, vivió feliz en compañía de los suyos de siempre y nunca
más se acordó de su sapo ni se le ocurrió besar a ningún otro, al menos que se
sepa.
Juan Carlos Vázquez
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