Título: un hombre solo. Autor: Yo mismo |
Es sábado,
un sábado cualquiera de principios de año, a unos pocos días de los exámenes de
la Universidad. En casa es imposible estudiar, por lo que decido irme a la Biblioteca Pública, está cerca de casa y es un lugar muy acogedor. Era el antiguo
Matadero Municipal de Zaragoza que se ha reformado y una de sus naves se ha
dedicado a Biblioteca. Entre el silencio, la altura del edificio, las vigas
impresionantes que sujetan el tejado y la luz natural que penetra por la zona
central del tejado, por una elevación a distinto nivel de este, las horas
parecen flexibles, el tiempo dura más y tardo mucho más en gastarlo.
Aunque el
sol daña la vista, la temperatura es fría, lo que preludia un buen día invernal
y mi estómago parece llamar a gritos un café, un café caliente y dulce que bañe
mis tripas antes de fijar la vista y el cerebro en los libros de los clásicos
de la Sociología.
Frente a la
biblioteca hay un bar, solo hay que cruzar la calle. Me dirigo hacia él y entro
en su interior. Buenos días, digo al entrar y tengo la extraña sensación de que
alguien ha respondido, o al menos eso quiero pensar. No se oía más que la
televisión, que sonaba para ella misma ya que nadie la atendía. La población
del lugar estaba compuesta por una serie de seres anónimos, anónimos hasta para
sí mismos, independientes entre sí. Dos de ellos tenían la vista fija en un
hombre que estaba sentado en una mesa leyando el periódico como si tuviese que
examinarse del mismo. Había pocas personas, unos nueve o diez pude contar, y
cada una de ellas miraba en una dirección distinta, uno el culo de la camarera,
el otro las botellas de detrás de esta, otros hacia las cristaleras que dejaban
ver la calle, otro la puerta de entrada, como esperando la llegada de alguien
que se estaba retrasando, otros el suelo y yo los recorro a todos con mi
mirada.
El ruido de
la cafetera, de la máquina tragaperras, con su búsqueda incansable del ludópata
de turno, de las monedas de los que pagan su consumición sobre la barra, de las
monedas de los cambios que devuelve la camarera, las cucharillas chocando con
las paredes de las tazas, en su incansable giro para disolver el azúcar y la
televisión, sonando sola en lo alto de una de las esquinas del bar.
Unos
entraban y otros salían, como si se fuese renovando el interior del local con
nuevos personajes desconocidos, en un movimiento que aunque no frenético si
constante, lo que añadía un ruido más al archivo de ruidos del lugar, los
chirridos de la puerta y del muelle de la puerta, faltos ambos de aceite.
¿Cuánto es
el café?, - dije a la camarera-, esta fue mi segunda frase, junto con el saludo
de cuando entré. Un euro diez, - me dijo sonriente-, le dejé el importe sobre
la barra, con el típico sonido de las monedas al dejarlas caer sobre ella y me
fui, igual que vine, solo.
Juan Carlos
Vázquez
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