sábado, 14 de febrero de 2015

UN CAFÉ EN EL MUNDO DE LA MULTITUD DE LA SOLEDAD DE LAS PERSONAS



Título: un hombre solo. Autor: Yo mismo

Es sábado, un sábado cualquiera de principios de año, a unos pocos días de los exámenes de la Universidad. En casa es imposible estudiar, por lo que decido irme a la Biblioteca Pública, está cerca de casa y es un lugar muy acogedor. Era el antiguo Matadero Municipal de Zaragoza que se ha reformado y una de sus naves se ha dedicado a Biblioteca. Entre el silencio, la altura del edificio, las vigas impresionantes que sujetan el tejado y la luz natural que penetra por la zona central del tejado, por una elevación a distinto nivel de este, las horas parecen flexibles, el tiempo dura más y tardo mucho más en gastarlo.
Aunque el sol daña la vista, la temperatura es fría, lo que preludia un buen día invernal y mi estómago parece llamar a gritos un café, un café caliente y dulce que bañe mis tripas antes de fijar la vista y el cerebro en los libros de los clásicos de la Sociología.
Frente a la biblioteca hay un bar, solo hay que cruzar la calle. Me dirigo hacia él y entro en su interior. Buenos días, digo al entrar y tengo la extraña sensación de que alguien ha respondido, o al menos eso quiero pensar. No se oía más que la televisión, que sonaba para ella misma ya que nadie la atendía. La población del lugar estaba compuesta por una serie de seres anónimos, anónimos hasta para sí mismos, independientes entre sí. Dos de ellos tenían la vista fija en un hombre que estaba sentado en una mesa leyando el periódico como si tuviese que examinarse del mismo. Había pocas personas, unos nueve o diez pude contar, y cada una de ellas miraba en una dirección distinta, uno el culo de la camarera, el otro las botellas de detrás de esta, otros hacia las cristaleras que dejaban ver la calle, otro la puerta de entrada, como esperando la llegada de alguien que se estaba retrasando, otros el suelo y yo los recorro a todos con mi mirada.
El ruido de la cafetera, de la máquina tragaperras, con su búsqueda incansable del ludópata de turno, de las monedas de los que pagan su consumición sobre la barra, de las monedas de los cambios que devuelve la camarera, las cucharillas chocando con las paredes de las tazas, en su incansable giro para disolver el azúcar y la televisión, sonando sola en lo alto de una de las esquinas del bar.
Unos entraban y otros salían, como si se fuese renovando el interior del local con nuevos personajes desconocidos, en un movimiento que aunque no frenético si constante, lo que añadía un ruido más al archivo de ruidos del lugar, los chirridos de la puerta y del muelle de la puerta, faltos ambos de aceite.
¿Cuánto es el café?, - dije a la camarera-, esta fue mi segunda frase, junto con el saludo de cuando entré. Un euro diez, - me dijo sonriente-, le dejé el importe sobre la barra, con el típico sonido de las monedas al dejarlas caer sobre ella y me fui, igual que vine, solo.

Juan Carlos Vázquez

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