Aquí se guardan los frutos de sus leyes; pero en papel moneda |
Los
antiguos filósofos ya hablaban de “la jaula de hierro” al referirse a la
reglamentación que guía nuestra vida social y eran partidarios de que las leyes
deben ser justas y pocas, pues deben orientarse al interés común, por tanto si
no es así, si intentamos legislar hasta los más simples y pequeños aspectos de
la vida social, si intentamos poner normas hasta en la forma en que nos debemos
peinar, haremos una jaula muy tupida, entraremos en el campo de los intereses y
de los objetivos individuales o personales, lo cual va en contra de ese bien
común que hablaba en un principio.
Por otra
parte, el exceso de legislación puede entrar en conflicto con las leyes
naturales y con las costumbres cotidianas, incluso con la razón, produciendo contrariedades
legales, incertidumbre y duda.
Las leyes,
pienso yo, deben ser en cierto modo ambiguas, con una doble finalidad. Por un
lado asegurar los derechos y deberes generales que regulen la convivencia y la
vida social y partiendo de esto poder atender ciertos condicionantes
individuales, que “justifiquen” el no cumplimiento de las mismas. En este
espacio es donde entra en juego las condiciones personales de tipo ético o
moral que han llevado a la persona individual o colectivamente a cometer el
delito, o mejor dicho a no hacer lo que un determinado número de personas
determinó en su momento que se debía hacer.
Todo esto es
lógico si partimos de que las leyes ya no provienen de Dios, sino de los
hombres, gracias a Dios. Es la voluntad de quien legisla, o mejor dicho de quien reside la soberanía establecer las
reglas que rijan la vida en comunidad, siempre desde la relatividad de estas.
No tienen por qué ser universales, sino adaptarse a las condiciones peculiares
y particulares de cada lugar, considerando las diferencias y la diversidad.
Creo que
cuanto más normas creemos más estamos apretando el corsé que limita la libertad
individual al tiempo que justifica la desigualdad como algo si bien no natural
sí legal.
Al respecto
puedo poner ejemplos varios como por ejemplo el caso inglés, cuya constitución
no está escrita por lo que puede ser revisada de forma continua. Al contrario que en nuestro país, que con una
Constitución caduca, que data de los tiempos de la Transición, (por cierto
pactada por quien no se debía haber pactado), 1978, tiene el rango de
intocable, cosa que no comprendo ya que en 35 años… algo habremos cambiado.
Tampoco
entiendo como es posible que en unos
meses pasemos de ser multados en un mismo tramo de autovía por ir a tres
velocidades diferentes. Lo que ayer fue exceso de velocidad hoy es permitido y
mañana será ampliado. Tienes la sensación de haber sido timado, como cuando en
el rastro compras una ganga y cuatro puestos más adelante encuentras el mismo
producto mucho más barato.
O lo que
resulta patético en este exceso de celo legislador es la penalización de la
enfermedad que están realizando hoy día nuestros mentirosos de la política.
Como si la enfermedad fuese una elección voluntaria y libre. De escándalo es el
caso de las personas que han padecido cáncer de mama o de ovarios y tras
superarlo y decidirse a adoptar un niño, pues la enfermedad los dejó estériles,
las absurdas leyes al respecto se lo prohíben, (no en todas comunidades).
Es como si
estos cabrones cobrasen por cada ley que hacen,
y ya digo, el buen gobierno, desde tiempos muy, muy remotos no consiste
en un proceso acelerado de producir leyes, eso vale para los churros, sino en
hacer las justas y necesarias, en hacerlo bien, partiendo siempre del
relativismo y del funcionalismo de las mismas hacia un único fin la Seguridad
de los ciudadanos dentro de los preceptos del bien colectivo.
Juan Carlos
Vázquez
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