Las babuchas solo sirven para casa |
Hacía mucho
frío, un frío siberiano. La cristalera de mi salón, que aunque es modesto tiene
cristalera, servía de fina división entre dos mundos diferentes, el del interior
de mi casa, regido por la libertad individual, el calor, le empatía, el amor,
las zapatillas, el radiador, la toalla sobre el radiador, el agua caliente, la
mantas, los pijamas, la televisión siempre encendida a modo de estufa, los
ruidos de los vecinos en sus propios reductos individualizados, las fotos, el
ayer y el mañana, las fotos y las ilusiones. Todo ese mundo cabe en el calor de
unas babuchas. Y el inseguro y agresivo de la calle, el de la libertad pública,
la libertad restringida por la libertad de los demás, el de las suelas
reforzadas de los zapatos, las aceras, el tráfico, las sombras, la policía,
ambulancias, el ruido, el mundo de eso no se hace, el de por ahí no se cruza,
el de eso no se toca, el de cuidado que está rojo, de los gritos de los
taxistas, de las amenazas de los que te pisan, de los insultos de las
aglomeraciones, de la preferencia de todo aquel que no va a pie, de la
oscuridad, del frío, de la noche, del que no eres más que uno más.
En tu casa
además de las ventanas a la calle, te asomas a ella por otra ventana, una
falsa, mediatizada por intereses de uno u otro signo dependiendo del botón
numerado que presiones en el mando; pero si no quieres ver no tienes más que no
asomarte a ella, dejar de presionar el botón verde del mando a distancia;
dejarla cerrada y seguir disfrutando de lo que pertenece a tu “yo” personal.
Sin esa
pantalla de última generación, de hercios, wifi, usb, tecnología digital inalámbrico,
con conexión satélite con el propio diablo, puedes llegar a ser incluso feliz,
al modo Montesquiano del mantenimiento de la ignorancia. Tú a lo tuyo, que son
tus zapatillas y tu familia, y san se acabó, colorín colorado este cuento se ha
acabado.
Pero piensa
en el día que te decidas a salir a la calle por primera vez, quizás te
encuentres con lo que piensas, o quizá no, el mundo puede reforzar tu idea de él
o desmontarla, con el consecuente desgaste psicológico que ese enfrentamiento
del ser con la realidad de la calle supone. El miedo puede retraerte de tu
intención y devolverte al sitio de donde quizás no debiste nunca salir, tu
propia casa, tu propia individualidad solitaria e independiente, el aislamiento
del resto de los iguales, con sus luchas, sus quejas, sus protestas; pero también
con sus ilusiones y con su futuro, con tu futuro; aunque tú con tus babuchas
estás bien, dentro de ellas no hace el frío que hace en la calle; así que te
sientas junto al balcón, enciendes la “tele” y miras por el cristal del salón
hacia la calle, a la espera de que los políticos lluevan; pero no cae nada,
solo viento, que mueve los árboles del parque.
Juan Carlos
Vázquez
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