Maldigo a todos aquellos que para su beneficio es preciso el perjuicio de muchos otros. Maldigo a los banqueros ciegos con sus antifaces de oro para toda luz que no provenga de la lujuria y la avaricia.
Maldigo
a los gobernantes en proporción directa al nivel de riqueza del país que
gobierna y a la pobreza de su pueblo gobernado.
Maldigo
a las potencias enfrentadas en guerras de poder y tensión, cuyo beneficio en
tal aparente enfrentamiento es mutuo, vendiendo cada uno de ellos sus armas,
sus semillas de muerte pobre y miserable a cada uno de los bandos en conflicto
de las guerras que ellos provocan.
Maldigo a los gobiernos liberales que
anteponen el beneficio del gran capital a los derechos y a la asistencia social;
aunque para ello se tengan que valer del dinero de los olvidados de la
política, de los necesitados de esas ayudas. Con los impuestos pagan los pobres
el derecho a ser más olvidados.
Maldigo a los que envueltos en la verborrea
de discursos políticos caducos y manidos engañan al pueblo, escondiendo sus
verdaderas intenciones. La música de las monótonas e incluso incomprensibles
palabras adormecen a los sujetos de buen corazón, que imbuidos de esa diabólica
melodía creen adivinar un beneficio futuro que nunca es cierto.
Maldigo a los tripallenas de populismo barato
y pegajoso, a sueldo del analfabetismo que provoca la ceguera de la fe en lo
que dictan los personajes del escenario político del país de turno.
Maldigo a los salvadores del mundo.
Maldigo a los negros que quieren ser más
blancos que los blancos, a los árabes que no lo son, a los cristianos que
tampoco lo son y más aún a los que se creen que son mejor que cualquier otro.
Maldigo a los que piensan que la naturaleza
humana es perjudicial para su propia especie; pues son ellos los que se empeñan
en que eso sea así.
Maldigo a las confesiones verdaderas, la
única verdad está en nosotros mismos, no en la demostración de lo que por
circunstancias somos, todos y cada uno de nosotros.
Maldigo a los Estados que dejan en manos de
la buena voluntad de los individuos la resolución de los verdaderos problemas
de las personas.
Maldigo a la propia maldición, fruto de la
inventiva y puesta en práctica de la maldad de unos pocos. Me cago en ella y en
esos pocos, reyes de pacotilla porque sus padres ya lo fueron, príncipes por
ser hijos de los de antes, presidentes analfabetos de las situaciones reales de
la sociedad que presiden, políticos agradecidos de la vida que les ha tocado
vivir sin convicción, ni ideología, banqueros colocados por favoritismos
políticos, ricos enriquecidos en proporción directa a la que sus trabajadores
se han empobrecido.
Seguro que me dejo cosas por maldecir, por lo
tanto maldigo también todo aquello que debería maldecir y que no lo he hecho.
100 M de euros el fiasco olímpico de Madrid,
300 M de euros la Caja Mágica de Madrid, por poner dos ejemplos, dinero con el
que se podía haber costeado más de uno y de dos planes de investigación sobre
enfermedades “raras”, o sobre el maldito cáncer, o paliar el hambre durante
algún tiempo en algún lugar del mundo, o salvar las vidas de un montón de
niños, o dar un mejor servicio a nuestros ancianos, o quizás para varias de
estas cosas a la vez o para cualquier otra, me da igual. Pero eso no vende, eso
no da votos, eso no permite que se pueda hacer todo lo mencionado en las
maldiciones anteriores, malditas precisamente por eso, porque no se hace lo que
se debería hacer con nuestro dinero. El Estado, los Estados cabrones, tienen su
objetivo en el capital y en la economía capitalista, que es la de unos pocos,
no la de todos; bueno, la de todos sí, a la hora de contribuir; pero no a la
hora de recoger lo que debiera reportar ese esfuerzo.
Si se hicieran las cosas como se deben hacer,
quizás mis amigos y familiares que hoy día sufren por sus propios males o los
de los suyos, quizás no sufrieran tanto; pues quizás, sólo quizás, podrían
llegar a ilusionarse en una posible o futura solución a sus problemas, que son
reales.
Juan Carlos Vázquez
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