Sobre la cama
reposaba su pesada y oxidada armadura. Yelmo, coderas, rodilleras, hombreras,
peto, escarela, greba, escarpes y manoplas. En una esquina, en pie, una espada
y un escudo abollado.
En silencio
y riguroso orden, se fue colocando todos y cada uno de los elementos de su
exoesqueleto férrico.
Entre la
luz de la ventana se colaba de polizón el ruido de la ciudad. La puerta
entreabierta de la habitación solo dejaba hueco para apreciar los afilados
colmillos de la soledad.
El bullicio
urbano se mezclaba con el jazz de su aparato de música y con su sudor frío.
Nuestro
hombre de hojalata, bajó en ascensor hasta el portal del edificio. Se colocó el
yelmo sobre su cabeza, despidiéndose de su mundo para adentrarse en otro nuevo.
Forrado ya
por completo de metal, el sudor empapó todo su cuerpo y el corazón comenzó a
latir con mayor celeridad. Podía oír perfectamente los movimientos del motor
que le daba la vida, como si se hubiese metido dentro de sí mismo.
Entre las
grietas de su yelmo la realidad se reducía al frente y a unas pocas rayas
horizontales, entre las que buscaba impaciente la silueta de su princesa de la
lluvia.
Juan Carlos
Vázquez