El barco era un inmenso monstruo de color blanco, de proporciones aberrantes, desafiaba las leyes físicas de la flotación, capaz de comerse unos cuantos cientos de personas en su estómago de acero. Un gigante diseñado para realizar uno de esos cruceros de lujo y de ensueño en un mes de verano en que el mar está en calma y te dejaba asomar a la ventanilla redonda de tu camarote sin tener la impresión de estar encerrado en una lavadora.
Como en un sueño, a mi alrededor todo eran orquestas o pianistas acompañados de preciosas vocalistas que interpretaban majestuosamente piezas de jazz.
Piscinas enormes en cubierta, repletas de animadores empeñados en que disfrutases de tu estancia en el barco, cenas románticas presididas por el capitán, atraque en los mejores puertos mediterráneos con visitas a contrareloj de las ciudades más emblemáticas del recorrido...
¿Qué más se puede desear?, es como hacer realidad un sueño.
Todo es hermoso, la puesta de sol en la línea de horizonte que separa el agua del cielo, las salidas del astro luminoso por el este de esa misma línea. El día se gastaba entre navegación, atraque y visita a ciudades milenarias, la noche solo navegar en un cascarón de hierro y cristal, adornado con una inmensidad de diminutas luces indirectas por todos sus rincones.
De nuevo el sol sale por el mismo sitio que el día anterior, seguimos navegando como ayer, atracando en otros puertos, visitando otras ciudades y... la puesta de sol en la línea de horizonte que separa el agua del cielo...
Todo es idílico, uno de esos cruceros de lujo y de ensueño en un mes de verano en que el mar está en calma y te dejaba asomar a la ventanilla redonda de tu camarote...
Comencé a pensar que esto no acabaría nunca, sentí como lo maravillosos se iba transformando día a día en rutinario.
Mi cuerpo se hallaba encerrado en una jaula de lujo y lucecitas de colores, en una inmensa celda de hierro. Comencé a sufrir claustrofobia, una angustia enorme que anudaba mi estómago. Sentí estar dentro de una ruleta de casino, andando sobre los mismos números una y otra vez, una y otra vez, un día tras otro.
Corrí por cubierta, empujando a los que se interponían en mi huida inconscientemente consciente y me paré frente a uno de esos botes salvavidas que colgaban del lateral del barco, solté las cuerdas que lo aprisionaban y lo tiré al mar y tras él me tiré yo y remaba, solo remaba; mientras el gigantesco barco se hacía cada segundo más pequeño a mis ojos. Por fin ese punto negro que lo definía se fundió con el horizonte.
Yo solo remaba, remaba hacia no se donde, buscando quizá una orilla no contaminada por la polución de la rutina diaria, por la monotonía, por el conformismo. Buscaba unas orillas de arena de sorpresa, de olas nuevas y de palmeras desconocidas, deshabitada de idiotas y mosquitos, de aire ausente de hipocresía.
Sigo remando, insignificante en medio de la inmensa masa de agua de un oscuro azul profundo y salado.
Cansado, con un remo en cada mano, agarrandolos con fuerza, con miedo a que el mar me los arrebatase y dirigiéndome a ningún lugar; pero sin parar de remar.
Juan Carlos Vázquez
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