Dibujo del mismo que escribe, o sea, yo |
Según dijo Ortega y Gasset en su libro “La deshumanización
del Arte”, “en todas las épocas ha habido
dos clases de arte, uno para las minorías y otro para la mayoría, para la masa,
este último se caracteriza por haber sido, antes y ser, ahora, realista.
Con los que no les
interesa el realismo, más aún, les repugna, cabe hacer dos cosas: o fusilarlos
o esforzarse en comprenderlos”.
Y esto es así desde que el arte es arte, desde que el hombre
es definido, o puede serlo desde la cultura que lo impregna y define. Esta
bipolaridad del arte se perpetúa hasta la actualidad y es la que da sentido, en
cierto modo, al progreso del hombre; pero del hombre en su faceta humanística,
en su vertiente propiamente humana.
Todo entorno del hombre es cambiante y al tiempo él mismo
cambia, pese a sí mismo, incluso. Esta lenta, pero continua mutación del ser
humano se ve frenada, principalmente por el propio hombre, por su propia
naturaleza y condición, ya que este ser, si por algo se caracteriza sin temor a
equívoco es por ser un animal de costumbres. Es más, este adjetivo o condición
costumbrista del hombre, forma parte de su definición misma, por lo que todo
cambio, por mínimo que parezca, es frenado por el propio hombre, por la rutina,
por la comodidad, por la conciencia de ser como es; es decir, el hombre es
reticente a todo cambio que afecte a su equilibrio y estabilidad.
El orden, la justicia, la dignidad, son espejos en los que
encontramos nuestra serenidad, por el contrario, el desorden, la injusticia, el
abuso de poder, nos inclina hacia la indignación, la rabia, la inestabilidad,
alterando los factores emocionales. Pero esto solo sucede en una pequeña
minoría, mejor dicho, estos sentimientos solo son expresados por estos, ya que
la gran mayoría, aunque también indignados, buscan recuperar su equilibrio en
la resignación y en la aprehensión forzada de la realidad que desean inmutable.
Esta gran mayoría disfruta con el arte realista, con el que
no requiere más que la recreación, sin esfuerzo, sin interpretación, sin
discusión, sin frustraciones, mera contemplación y visualización de lo que le
entra por los sentidos. Esto es cómodo, es fácil. Lo realmente difícil es lo
emprendido por esa minoría, incomprendida y apartada por la mayoría, en pro de
adorar lo abstracto, lo nuevo, lo incomprensible y subreal, lo sinsentido
aparente, lo nuevo, el cambio, la reforma, lo revolucionario, lo distinto, lo
único, lo perecedero, lo interior, lo que revuelve las tripas y acelera el
riego sanguíneo, lo incómodo. Experimentar, gozar con lo nuevo, buscar ese
punto de locura inconsciente que nos separe de la realidad que se empeñan en
mostrarnos en pro de la continuidad de lo que unos pocos desean hacer
imperecedero y válido. De lo meramente real.
El arte debe traspasar lo real para mostrar la parte de
atrás, lo que no se ve, ni se toca, ni se puede percibir por sentido alguno, lo
que se ve tras lo que el lienzo o la escultura oculta. El arte debe ser ante
todo ruptura, antiacademicista, atemporal y perecedero, debe ser una sensación
que implique al que la crea y al que se recrea en ella.
Esta minoría que contempla este arte no tiene miedo al
cambio, a no ser uno más y es gracias a ella a la que tenemos que agradecer que
el hombre cambie, en uno u otro sentido; pero que cambie, que evolucione, que
deje de ser un Kurós griego herático y se transforme en un ser con sangre en su
interior, capaz de gritar, sin miedo, de rebelarse contra el mentidero
político, contra la injusticia social, contra lo que imponga el equilibrio de
intereses creados para perpetuar los regímenes opresores, contra la política
economicista y no humanista.
Denuncia, lucha, sacrificio, sangre, dolor, rabia, puños,
para recuperar la justicia, esa justicia disuelta hoy día entre un lecho
fangoso de conveniencias político económicas de las clases dominantes. Es esta,
la justicia, la que los realistas representan con un pañuelo tapándole los ojos,
como un reo a las puertas de su fusilamiento, quizás porque no quiere ver lo
que el pelotón humano está dispuesto a hacer con ella.
Hoy un cuadro negro mate, sin brillo alguno, sería una
representación artística de la justicia social; pero muchos preferirán, sin
duda la figura de proporciones perfectas con los ojos tapados por un trapo,
quizás así lo vean como algo más alcanzable. Sea.
Juan Carlos Vázquez
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