Al mirarse en el espejo, este le devuelve la imagen de una bella princesa. ¡Hostia!, - exclamó-.
En un principio el joven quedó asombrado, o más bien asustado, ante aquel espectro inesperado; pero, a pesar del temblor incontrolable de todo su cuerpo, se quedó frente al cristal que separaba esos dos mundos, el suyo y el de la imagen irreal situada detrás del mágico espejo. Abrió y cerró los ojos varias veces, se pasó las manos por su cara como si se estuviese lavando sin agua. Respiró profundamente dos o tres veces y quedo quieto, en pie, mirando a la bella joven que sonreía al otro lado del cristal de espejo.
La joven tenía el cabello dorado y largo cayendo sobre sus hombros desnudos, unos profundos ojos negros y unos carnosos labios de un fresa intenso. Vestía un sedoso traje blanco que colgaba de sus hombros por unos finos tirantes. Una leve brisa lo ceñía a su cuerpo y dibujaba con nitidez su perfecta figura.
El perplejo joven, le preguntó quien era; pero ella no esbozó sonido alguno, solo sonreía sin apartar su mirada de él. Intentó tocarla; pero sus dedos chocaron con el frío cristal. Volvió a intentarlo una y otra vez, con el mismo resultado. Se asomó al hueco entre el espejo y la pared de la que colgaba, con la esperanza de encontrar un resquicio por el que colarse; pero no había nada, solo una trasera de mueble y la pared.
¿Quién eres?,- repitió el joven-. de nuevo no obtuvo respuesta. Se sintió como aquel olmo de la ribera por la que solía pasear alguna tarde, separado de una preciosa acacia por el cauce del río. Alguna vez, en uno de sus solitarios paseos se sentó a los pies del viejo olmo a descansar e imaginó una historia de amor entre estos dos árboles, ¡que gilipollez!, pero quién no ha pensado cosas ridículas y absurdas alguna vez. Una historia de amor imposible entre dos árboles ; pues estaban apostados en diferentes orillas del río que los alimentaba a ambos. Nunca podrían estar juntos.
Se sentía como él, como el viejo olmo, al contemplar desde la otra orilla a su bella acacia. Dos árboles que en su imaginación se amaban, ocupaban un mismo espacio, una misma realidad y un mismo tiempo; pero estaban anclados a orillas diferentes de un mismo río, uno frente al otro, viéndose durante años sin poder juntarse nunca.
En este caso las realidades de ambos seres eran distintas. El joven tenía sus raíces en el mundo real, el de la codicia, la ambición, la corrupción, las sombras, las prisas, la contaminación, la envidia, el trabajo, el dinero,... Ella en el mundo surrealista de la ilusión, el color, la sonrisa, el amor, la luz... Ella y su mundo representaban lo que el deseaba que fuese el suyo, lo que realmente debería ser y no era.
Quería ir con ella, atravesar el cristal, abandonar su mundo de mierda repleto de realidades indeseadas, dejarlo todo y huir con ella a una nueva vida...
Volvió a preguntarle de nuevo quién era; pero una vez más obtuvo el silencio y una sonrisa como respuesta.
Entre abatido y desesperado a la vez que impotente por no conseguir su propósito, se giró con idea de salir de la habitación del espejo; pero antes de dar el primer paso hacia la puerta, notó que algo rozaba su mano. Sin volverse, se detuvo notando como una delicada y blanca mano que salía del espejo cogió la suya y, tirando suavemente de él, lo guió hacia el interior del espejo. En la cara del joven se dibujó una sonrisa.
Juan Carlos Vázquez
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