lunes, 2 de marzo de 2015

SI DON QUIJOTE HUBIERA EXISTIDO A BUEN SEGURO HABRÍA DESENVAINADO SU ESPADA FIEL Y HABRÍA LUCHADO ENCARNIZADAMENTE CONTRA EL MONSTRUO DE CUELLO LARGO Y CABEZA DE CESTA QUE ACABÓ CON MI AMIGO DE HOJAS VERDES

Collage, autor yo
El puto árbol que estaba debajo de mi balcón, ese viejo pino que me reservaba del sol de verano y que en invierno, cuando más se agradece su visita me impedía verlo, cubriéndome de sombras vivas. Hoy en su lugar custodia mi casa una grúa de esas que llevan una cesta portapersonasquecortanlosárboles, pintada en color verde, como si con ello, este artilugio mecánico pudiese suplantar la belleza de mi árbol.
Ese puto árbol, aunque de hoja perenne, marcaba el cambio de  las estaciones, echando chitos nuevos que se anticipaban a la primavera, como gritando al viento que el invierno se acaba, y desde mi casa, tras los cristales de las ventanas, se oía su alegría. Ese árbol testigo mudo de más de veinte años de mi vida, apostado frente a frente a las habitaciones orientadas al sur de mi modesto piso, como fiel guardián.
Con sus ramas se asomaba por los huecos de mis cortinas avisándonos de su presencia con un movimiento suave, siempre a favor del ritmo que marcaba su amigo el viento, que lo mecía en un baile suave y lleno de armonía, como si quisiese dirigir lo que en mi casa aconteciese.
Cuantas veces mirando sus ramas conseguíamos ver más allá de lo que la vista nos alcanzaba. Nos dejaba traspasarlo y nos remontaba a aquellos momentos o lugares pasados o futuros a los que queríamos ir, y así pasaba el tiempo. Él desde fuera, en la calle, soportando frío y viento y lluvia y sol; nosotros desde dentro, en casa. Ahí estaba, siempre en su sitio, inmutable, limpiando nuestro apestoso aire de polución y mierda, y aunque es solo un árbol, un puto árbol resinoso y pringoso; le teníamos cariño. En navidad lo adornábamos desde el balcón y lo uníamos a nuestra fiesta, como uno más, hasta recuerdo que una vez, también desde el balcón le limpié una herida, una de esas cochinas bolsas de procesionaria, que como un cáncer con metástasis habría acabado con su vida.
No ha hecho falta enfermedad alguna, los técnicos del Ayuntamiento, montados en su jirafa de color verde articulada han sesgado trozo a trozo sus miembros amputándole la vida en trozos de no más de medio metro. Ahora yace, bajo mi balcón triste ya sin su guardián, deshecho y desmembrado como un puzle desbaratado, como un osario de huesos sin nombre, y frente a él, aparcada, alzada victoriosa, la monstruosa máquina de cabeza de cesta y cuello alargado que la observa desde lo alto como retándolo a que no se levante.
Ahora la luz inunda todo, veintitantos años después, pero es triste.

Juan Carlos Vázquez.

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