El otro día asistí, junto con mi mujer y
unos amigos, a la presentación del último libro de letras para flamenco de mi
buen amigo Juan Carlos Muñoz, en la
Casa de Andalucía de Zaragoza. El libro se titula “A compás
de los Duendes”, casi nada, un título que en sí mismo entraña misterio y arte,
o mejor dicho, el arte que sale desde lo más profundo de forma misteriosa, sin
nadie llamarlo. Un arte residente y enquistado en labores del campo andalúz, de los
jornaleros tostados por el luminoso sol y en las tabernas serranas del sur. Un cante
de la fragua y de la mina. Un arte que se define sentimiento pues no es un
producto del hombre físico sino de su propia alma y que acaba engulléndolo en
un proceso metamórfico,
Juan Carlos Muñoz es amigo mío desde la
temprana edad de los 14 o 15 años, edad en las que hacíamos de las nuestras por
esas tierras gaditanas de la ciudad de San Roque. Ciudad que tanto echo de
menos desde estas tierras aragonesas y a la que intento volver cada vez que el
bolsillo me lo permite. Hace meses que sabía de su visita a Zaragoza, no podía
perdérmela y además, aprovecharía para darle un abrazo a Juan Carlos.
Lo primero que hice al llegar al local en
el que haría su presentación, fue, como no, preguntar por él, por mi tocayo. Estaba
en la biblioteca, envuelto entre cuadros de toros y del mundo flamenco, con el
sonido de guitarras afinando, mejor dicho cantando. Esas guitarras en manos de
Rafael Trenas y su hijo tenían vida propia, es como si las manos que las tañían
perteneciesen a ellas, más que a sus propios dueños humanos escondidos tras la
guitarra. Alguna botella de fino destapada redondeaba el ambiente. Nos fundimos
en un abrazo y lo celebramos copa en mano al tiempo que brindamos por nuestro
nuevo encuentro, esta vez en mi tierra, bueno en la tierra que me dio las
primeras luces; pues al poco partí hacia Andalucía, la cual no es menos mía.
Comenzó a leer sus poesías de la vida
cotidiana, sus versos fenomenológicos descriptores de una realidad diaria y
palpable. Su voz se fundía con las letras de su libro y con el aroma sutil de
una copita de vino fino que decoraba la mesa y que llenaba su estómago. El
duende fue apoderándose de su cuerpo y tras dejar claro que el no era cantaor y
pedir perdón por su atrevimiento, cantó sus versos con el acompañamiento del
maestro cordobés a la guitarra. El escenario cambió, se transformó, y con él
nuestro amigo que se fue creciendo poco a poco y que nos emocionó a los allí
presentes.
Tras Juan Carlos La cantaora Inés Lorente hizo
de las suyas y nos mojó de su arte
interpretando las letras de mi amigo y con el aire lleno de las notas de
la guitarra de Rafael, el maestro.
El acto acabó con una interpretación del
heredero del maestro cordobés, su hijo, que hizo sonar su sola guitarrea como
sui fuesen dos, o tres, o más. Tuve que levantarme para cerciorarme que las
manos de su padre sobre la guitarra no se movían y en efecto era solo la del
hijo la que sonaba.
Una tarde para el recuerdo, gracias amigo.
Juan Carlos Vázquez